GERONA, ESPAÑA , Mas Gaya
Profundizar en el bosque era algo que Susa tenia prohibido desde pequeña si no iba en compañía de su abuela. En otoño, cuando la familia iba a recoger setas sólo seguían los caminos que los leñadores de la finca mantenían marcados. Susa había sido advertida de zonas espesas en las que era mejor no entrar o podía perderse.
– Hay que tener cuidado de no perder el sendero. A veces desaparece entre los matorrales de brezo. Fijaos en las piedras planas, ellas son la referencia para retomar el camino, – les dijo su abuela cuando ordenó a los obreros limpiar la zona.
Jenti y los trabajadores han estado varios días faenando con las desbrozadoras para abrir una vieja ruta cuya existencia sólo la anciana Anita conocía. Así fue como la joven supo el secreto que ocultaba el bosque: los orígenes de la familia Gaya. Un mundo cerrado, lleno de secretos y dolor donde había amor y abandono, mujeres fuertes y vida, según relataba su abuela.
– No conocí a mis padres biológicos, -les confesó la anciana.
– Candela, la partera que atendió mi nacimiento, poco pudo contar de quien era la mujer que me trajo al mundo. Un velero había fondeado en el puerto de Palamós en plena guerra civil. A Candela la llamaron para atender el parto de una mujer de avanzada edad que iba en él, era madre primeriza como bien pudo Candela comprobar.
La abuela continuaba:
– Aunque nací sin problemas y mi madre parecía recuperarse bien, no le subió la leche. Por lo que pagó a Candela para que me buscase una nodriza, pero ninguna mujer quería irse con el barco. Sólo una prostituta que había perdido a su hijo se apiadó de mi las primeras horas. Entonces mi madre dio a la partera instrucciones muy precisas acompañadas de una bolsa de monedas de oro y plata; debía llevarme a Mas Gaya lo antes posible. Le explico a Candela que la dueña acababa de tener un hijo, tendría leche para ambos críos. No se negaría si le enseñaba el colgante que mi madre le entregó y que debería pasar a mi poder el día que tuviera mi primera menstruación. sus últimas palabras a Candela fueron que me llamasen Anita y prometió que ella regresaría a por mi. Ella y el barco desaparecieron en la bruma de aquel día, mientras yo mamaba del pecho de una extraña alcoholizada, en una taberna de mala muerte que parecía indestructible a las bombas de la aviación que estaban cayendo. Mi madre biológica y el barco nunca regresaron.
– A Candela le costaba separarse de mí, me había cogido cariño y, además, en Palamós los bombardeos de los aviones sublevados eran constantes. La mujer ya había perdido su casa y la mayoría de sus pertenencias en uno de ellos. No tenia familia. Su novio se daba por desaparecido en el frente, nada le quedaba. Así que me llevo a Mas Gaya a seis horas andando desde Palamós , para cumplir lo prometido, pero con el deseo interior de poder quedarse conmigo,- cuenta Anita emocionada a su nieta.
– Fue Daiana, la anciana abuela, quien se sorprendió al ver el colgante. Me desnudó buscando una señal en mi piel y la encontró en mi hombro izquierdo: un lunar en forma de luna creciente. Ella misma me puso en el pecho de Clara, su hija, al que hambrienta enseguida me agarré con fuerza. No había hombres en la masía, habían ido a la guerra y nunca regresaron. Candela se quedo allí a ayudar a las dos mujeres. Me registró como hija suya y así fue como tuve tres madres. Candela, la madre que me trajo al mundo del vientre de una progenitora de sangre que nunca conocí, y Clara, la madre de pecho que me alimentó como su propia hija. Con los años mi hermano de leche y yo nos enamoramos y nos casamos. Fue tu abuelo Francisco, Susa. Cuando murieron él y mis hijos ahogados en el rió supe del santuario de Mas Gaya y de la magia ancestral de nuestra familia.
La anciana lleva un vestido negro y un velo que cubre sus blancos cabellos. Va andando con el bastón de campo, encabezando la marcha fúnebre con su nieta dándole la mano. Jenti y Andrés llevan las urnas con las cenizas de Jordi y del pequeño Javier. Detrás les acompaña una pequeña comitiva formada por mujeres. Dharani y Shakti han trenzado coronas de flores naturales que llevan entre ambas en un bambú. Helena Palas también les acompaña. Las demás mujeres llevan cestas con ofrendas, pétalos de rosas y flores, hierbas aromáticas, frutas…
– Son mujeres de nuestra familia. La mayoría viven en la comarca. pero otras han venido de muy lejos. Conocen el secreto de Mas Gaya y ayudan a preservarlo. Nunca lo contaran a nadie. Saben que Mas Gaya es un santuario, un refugio para madres en época de crisis y necesidad. Lo fue durante la guerra civil para muchas. La abuela Daiana no solo nos acogió a Candela y a mi , -le dice la anciana.
Susa piensa en su madre, que sigue inconsciente en el Hospital de Girona. Hace tres días celebraron en la iglesia del pueblo una emotiva misa para Jordi y el pequeño Javier donde el capellán pidió por el restablecimiento de Myriam. La iglesia y la plaza estaban a rebosar de gente que les acompañaba en el dolor. Luego incineraron los cuerpos y ahora las cenizas van a enterrarlas en el santuario de la Madre, tal como se viene haciendo desde generaciones en Mas Gaya. Eso es lo que ha dicho su abuela.
-Este es el gran roble, ya estamos cerca. -dice Jenti.-
-Nos paramos a descansar. Fíjate Susa, se ve el mar desde esta ahí arriba. La vista es impresionante. Ven.
-Ve, Susa, con Andrés y Jenti. Coge mi bastón, te irá bien para subir la ladera. -le ordena su abuela que se ha sentado en una piedra extrañamente situada bajo el viejo árbol. El resto del sepelio se ha ido instalando alrededor de la anciana. Nadie ha hecho intención de seguir a los dos hombres y a Susa.
– Tu abuela no podía subir por aquí, nos pidió que te lo enseñásemos mientras descansan. Aquí está el original asentamiento de Mas Gaya. El arroyo que acabamos de cruzar nace en la pared de estas rocas de ahí enfrente. Hay varias cuevas sin explorar. Fíjate que estamos en agosto y hay agua. El agua desaparece en el subsuelo, pero vuelve a surgir en el lago de la masía. -le explica Andrés, mientras va llenando varias botellas con el liquido transparente del fresco manantial.
– Jenti, ¿quiénes vivían aquí? – pregunta Susa, fijando su atención en las ruinas que aún se mantienen en pie en medio de un pequeño prado.
– Lo poco que queda en pie es una ermita, dedicada a la Madre de la Virgen, Santa Ana. Allí, a la derecha están los restos de la torre de vigía y campanario. Enterrado bajo de nuestros pies los restos de un poblado donde sólo vivían mujeres. Se llamaban a si mismas “Terrenas” hijas de la Tierra. La Inquisición las condenó por herejía.
-¿Las quemaron en la hoguera? . – pregunta Susa, que ha estudiado el terrible papel de la Inquisición en España.
– Sólo a una, Mariana, la más sabia y anciana de todas, fue una de tus antepasadas. – le contesta Jenti.
– Ya están llenas las botellas. -les llama Andrés
– Susa, vamos a recogerlas y volvamos con tu abuela. -le pide Jenti.
La anciana bebe de la fría agua, lavando su rostro y sus manos. La imitan el resto de mujeres, agradeciéndoles a los hombres, el detalle de las botellas. La marcha sigue el camino aunque sera breve, pues se trata de dar un rodeo al escarpado arroyo hasta llegar al círculo de piedras, como les ha explicado Anita. Por allí, a través de un pequeño puente, es más fácil acceder al prado del santuario donde ha estado Susa y Jenti hace unos minutos. Pero antes debían purificarse con el agua del manantial.
El camino acaba en medio de un bosque de bloques de piedra plantadas formando una espiral. En el centro elevado hay un dolmen megalítico. Al llegar, fueron recibidos por los escandalosos graznidos de un grupo de ocas, que salieron del interior del dolmen, alarmadas por la presencia de los extraños. Al reconocer la comitiva, las aves han callado y se han dejado acariciar por Jenti.
– Son las mismas ánades del lago. Las ocas suelen pasar las noches aquí. Por la mañana vuelan a comer a la granja. Les gusta pastar en el prado de la ermita. Ellas y los ciervos evitan que el bosque invada el santuario., – le explica Jenti.
– Fíjate Susa, – le dice la anciana señalando las piedras.- Es el juego ancestral, el laberinto de la diosa. Sus normas las aprendiste de niña con el juego de la oca, jugabas conmigo mientras yo te enseñaba la espiral de la vida, como me la enseño a mi abuela Daiana.
La anciana continua:
– Hay 63 piedras alzadas hasta llegar a la mesa dolménica del centro donde están las ocas. El núcleo geométrico de la sagrada espiral es la casilla 64. Tirar los dados sirve de metáfora para la vida misma, llena de trampas y emboscadas, premios y castigos, en la que parece que todo se mueve por el puro azar. No entra quien quiere en el Jardín de la Oca, sino quien ha superado todas las dificultades. Dichoso el que a punto de entrar, no encuentra la muerte y sin embargo la muerte no significa el fin sino el principio. El recorrido del juego simboliza el recorrido de un alma, por la vida y también por la muerte, hasta alcanzar una meta, un paraíso, un renacimiento.
– Los obeliscos tenían originalmente runas grabadas en su superficie que identificaban un valor ceremonial, algunos aún conservan rastros, pero el viento y el agua las han ido puliendo porque llevan aquí mas de 5.000 años. – termina Anita, dirigiéndose ahora a todos los que la escuchan respetuosamente.
– Cada uno de nosotros depositará una corona de flores encima de alguna de las piedras por respeto a los difuntos cuyas cenizas se encuentran enterradas debajo. – pide la anciana
Susa, mientras valora donde depositar las flores, mira asombrada la extraordinaria estructura megalítica. Le extraña que hubiera pasado desapercibida a los arqueólogos de la comarca ya que su composición era mucho más compleja que la mayoría de dólmenes que se conocían. El jardín de piedras está en un bosque de encinas, solo hay un enorme pino en todo el circulo y algunos matorrales de brezos y romero, en una esquina abunda el laurel. Al final escoge el bloque 59, donde cree vislumbrar grabada la runa de la pata de la oca.
– Has elegido bien, Susa. Debajo de esta piedra está enterrada tu tatarabuela Daiana. Tu bisabuela, su hija Clara, está aquí junto a Candela, eran mis dos madres adoptivas. – le explica Anita depositando su corona en el bloque siguiente.
Entonces Susa se da cuenta que cerca del laurel, hay una losa plana desplazada. Se ha excavado un hoyo, la tierra recién removida permanece al lado. En el fondo del foso hay un acolchado de hojas. Jenti vació las cenizas de las urnas encima y también echa ambos contenedores de cerámica, rompiéndolos, liberando totalmente su contenido. Anita deposita los pétalos de rosa de su cesto y los racimos de uvas. Todas vaciaron el contenido de los cestos como ofrendas .
Andrés escanció una botella de vino, mientras Gema murmuraba una oración a la Pachamama y derramaba una botella de leche en la tierra. Todo el sepelio fue depositando sus ofrendas y luego cada uno fue devolviendo una palada de tierra al hoyo hasta cubrirlo por completo y aplanarlo con los pies. La losa entre varios hombres fue devuelta a su lugar finalmente, cubriendo la tumba.
El tenue sonido se hizo más fuerte y más claro, era musica. Jenti fue a buscar a las ocas y las guió hasta la piedra recolocada, todos los presentes se habían unido en un circulo dándose las manos, bailando al ritmo de una sardana, impidiendo la huida por tierra de las aves. Eran las 12 del mediodía del 15 de agosto de 2010, la festividad de la Madre, el día de Myriam.
– Guiad a Jordi y Javier en su camino, les pidieron repetidamente entre todos. Las ánades arrancaron el vuelo y desaparecieron como una flecha en el horizonte.
Susa estaba procesando todo lo sucedido en silencio. Aquello formaba parte de alguna manera de su familia, de su historia y a partir de ahora formaría parte de su vida. Su abuela, apoyándose con el bastón, se dirigió a los altos cipreses que se veían al fondo. Desde allí pasaron por el puente con facilidad al prado de la ermita. Todos la siguieron.
A Susa le sorprendió ver las sillas y la larga mesa de madera decorada con un mantel blanco y centros de hiedra, flores y frutas. Estaba colocada justo delante del manantial donde habían sacado agua hacia poco rato.
Rosa, Luz y Flora estaban colocando los platos. A pocos metros, Kim Ji Sung, el cocinero coreano de Mas Gaya estaba removiendo una enorme cazuela donde borboteaba un exquisito arroz negro. Cuatro corderos se cocinaban lentamente en un asador de leña. La música invitaba a bailar una sardana mientras esperaban poder disfrutar de la comida con los amigos y familiares que compartirían el ágape de duelo. La gente del pueblo iba llegando. Su abuela parecía feliz. Por unas horas habían conseguido apaciguar el dolor de la perdida. Jordi y Javier estarían contentos.